Los recuerdos de la infancia, normalmente, son engañosos porque la memoria humana tiende a olvidar los malos recuerdos y se centra exclusivamente en los buenos momentos. Regresar a los 12 años, que es cuando entré en el colegio Fingoy, requiere un esfuerzo para separar la memoria idílica de mi estancia allí, de una realidad no tan idílica, más parecida a lo que realmente era la vida de un niño de los años 50 en un colegio especial y distinto a todos los demás.
En ese entorno dominaba, sobre todo, la imagen de Don Ricardo, así era como se le conocía entre los alumnos. Director estricto y profesor no menos rígido y exigente. Visto desde la perspectiva del tiempo transcurrido, hay que agradecerle su dedicación para encauzar a aquel grupo de alumnos que lo que menos querían era aprender, y sobre todo a los que sentíamos más inclinación por las ciencias que por las letras.
Así pues, tengo que agradecerle a Don Ricardo sus enseñanzas de lengua y lite-ratura y, sobre todo, la formación paralela que nos daba, léase trabajos de composición literaria, lecturas con declamación, tanto en prosa como en verso y, por encima de todo, el teatro. Dos veces al año, como un trabajo más del curso, llegaba el temido momento del reparto de papeles para la obra que representábamos como fiesta navi-deña o de fin de curso.
No sé si aquello influía en las notas o no, pero nos lo tomábamos como si de un examen se tratara. Quizás de ahí vino mi afición al teatro, afición que en mi época de estudiante en Madrid me llevó a frecuentar los teatros, con entradas de clac, por supuesto, y disfruté de algo que probablemente no habría descubierto de no haber sido por sus enseñanzas.
Una de aquellas representaciones recuerdo que nos había dicho que iba a ser un estreno en toda regla, una primicia. Se trataba de “A Farsa das zocas” y, visto el interés especial que puso y, no sé muy bien a través de quién, descubrimos que él era el autor. “El círculo de tiza”, “El zapatero” de Herondas, “El enfermo imaginario” de Molière, y otras más que no recuerdo, fueron nuestra pequeña aportación al teatro dentro del ámbito escolar, todo bajo su dirección.
Teatro: Juan Carlos Teijeiro, Marianela Fernández Fernández, Carmen Fernández Fernández (“Camolas”), Maricruz Truque e Josefina Franco.
Sus alumnos le deben también el conocimiento de la literatura gallega, que en aquellas fechas raro era el centro que le dedicase atención.
Creo que es mucho lo que le debemos a Carballo Calero en cuanto a enseñanza se refiere, incluso en urbanidad, esa enseñanza que hoy en día ha desaparecido del mapa, y eso hay que ponerlo en la parte positiva de su paso por nuestras vidas. Pero hay algo que quizás se echaba de menos, un poco de empatía, algo más de contacto humano, lo que hacía que se le tuviera mucho respeto, lo que para algunos y en muchas ocasiones se transformaba en miedo.