Fue un profesor extraordinario, cultísimo, de un nivel impresionante, que impartía clases magistrales que a todos nos impactaban.
Al comienzo, para mí, era el Tío Ricardo, con el que coincidía en las comidas familiares en casa de mi abuela. Era un hombre frugal, serio, hablaba poco… Y yo era muy pequeño.
Hasta que un día, ya en el Colegio Fingoi (1957, con siete años), después de la comida, se dirigió a mí, tratándome de usted, preguntándome si había colocado en su lugar la servilleta… Le respondí que sí, y me dio un cachete. Dije luego que no, y me dio otro… hasta que alguien me apuntó que la respuesta tenía que ser “¡Sí, señor!”. Aquel día dejó de ser el Tío para ser Don Ricardo.
Don Ricardo nos convirtió en juveniles lectores de los Cancioneros medievales, de forma que cuando luego se dio el nombre de una calle de Lugo a Angelo Colocci todos sabíamos quién era. Nos sometía a los alumnos a pruebas extraordinarias, de las que recuerdo el encargo de que escribiésemos un soneto a Rosalía, en gallego, con versos endecasílabos sáficos, que han de ir acentuados en las sílabas cuarta, sexta u octava y décima… Nos salieron unos ripios horribles, pero escribimos un soneto en gallego.
Y como elemento inmarcesible de su labor al frente del Colegio quiero destacar su extraordinaria vocación teatral, que le llevó a representar con los alumnos de Fingoi desde teatro clásico a “El Círculo de Tiza”, pasando por el teatro nô japonés, que sería un impacto en la España de veinte años después, con presentación del propio director y decorados pintados por el profesor de dibujo del Colegio, Ánxel Xohán.
Mis estudios, finalmente, se orientaron hacia la Química, pero el trabajo del profesor Carballo Calero -y lo recuerdo en este año en que se le hace justicia histórica- me dejó marcado para siempre.