Decir que éramos conscientes de la valía de Don Ricardo tal y como le conocíamos entonces no sería verdad. Fingoy era algo excepcional, con un director aún más excepcional...
Estamos en los primeros años del final de la Segunda Guerra Mundial, del triunfo del bando franquista en la contienda civil española, y tener como profesor a semejante emi-nencia era sobre toda una excepción, comparando el colegio con lo existente entonces en Lugo. Mixto, seglar y pro-gallego, encajaba muy bien con el humanista que era Don Ricardo.
Empezó impartiéndonos los cursos de humanidades, me imagino que a falta de profe-sores adecuados que osaran enseñar en un colegio de tal definición...
Sus lecciones de historia de la humanidad me marcaron para siempre. Sus explicaciones de Mesopotamia, de la escritura cuneiforme, de Egipto, sus misterios y sus jeroglíficos, y del Imperio Romano, aparecían como cuentos interesantísimos explicados por él. Tal era su entusiasmo y el sentir por esa parte de la historia que yo he vivido de ese interés todos mis estudios (Licenciada en Políticas de Madrid y Curso Superior de Documentación en Ciencias Sociales en el Sciences Politiques de París, más conocido como Sciences Po). Don Ricardo tenía en aquella época una manera de enseñar divertida e interesante (lo que hoy es corriente, pero entonces era desconocido en las escuelas tradicionales). No intentaba hacerlo divertido, es que su entusiasmo era contagioso.
En las primeras vacaciones de Navidad me puso como trabajo leer una parte de “Los Episodios Nacionales”, de Benito Perez Galdós, creo recordar que era “Los Sitios de Zaragoza”, que me parecieron un ladrillazo monumental, pues yo tenía diez u once años, pero reabrieron en mí el apetito que Don Ricardo poseía a raudales por leer más, por conocer la historia y las historias de España y de los demás países...
Los que sí estimaban la suerte de tener un erudito semejante como profesor eran los padres, como el mío (que había estudiado con sus hermanos y hermana en la Institución Libre de Enseñanza de Giner de Los Ríos de Madrid), que se felicitaban porque una inteli-gencia privilegiada como era la de Carballo Calero estuviese a nuestra disposición, en el sentido de estudios. Ya entonces, por lo menos mi papá se asombraba de su facilidad para interesarnos en sus enseñanzas y de su erudición. Hasta que apareció un francés, Monsieur du Confin, que nos hizo adorar esa lengua. Pero el interés por la lengua de Molière ya estaba anclado en nuestro corazón.
Así que acabé transmitiendo a todo aquel que ha tenido trato conmigo esa admiración por Don Ricardo y por su legado literario y de ser humano de gran valor.